Juan Grabois

No me acuerdo exactamente cuando conocí al padre Michael Czerny pero fue un encuentro que le agradezco a Dios. Fue, sin duda, en alguno de los primeros viajes que me tocó realizar. Por entonces, en mi imaginación el Vaticano era para un Estado hostil, excluyente, pomposo y corrompido, dominado por el mal espíritu y aliado a los príncipes de este mundo, dónde por los azares del destino o la divina providencia, ahora gobernaba un hombre bueno y sabio, venido de los más australes confines de la Tierra, fiel seguido de la doctrina de Cristo y amigo de los pobres.

Francisco, pensaba, debería enfrentar solo, lejos de su patria, todas las amenazas y tentaciones imaginables. Estaba tan sugestionado por esta idea que hasta soñé con el Santo Padre que, en su escritorio de Palacio Apostólico, enfrentando con su valiente silencio al mismísimo diablo, ataviado con las características que tradicionalmente se le atribuyen, que le decía, amenazante, “esto es mío”, señalando los jardines vaticanos.

Cuando atravesé la puerta de Santa Ana supe que no todo lo que imaginaba era cierto pero que tampoco todo era falso. Conocí gente de extraordinaria bondad, comprometida con el Evangelio, que dedica su vida a hacer el bien. Pero, no puedo negarlo, también sentí algo feo, un dejo de ese algo podrido que olfateaba Marcelo en la Dinamarca de Hamlet. Había una paz sepulcral apenas turbada por un bullicio burocrático, autos de alta gama poblaban el parking, se veía cada tanto una monja limpiando los parabrisas de los rodados o mozos llevando guantes blancos sutilmente forzados a una actitud servil. El rostro de algunos prelados evocaba en mi imaginación conspiraciones y traiciones cerniéndose sobre nuestro Santo Padre, tan ajeno a la cultura de la intriga, el lujo y el servilismo.

Por esos días me tocó participar de un seminario en la Pontificia Academia de Ciencias. El interés por el pensamiento social latinoamericano era intenso y creí, tal vez con cierta arrogancia, que mi presencia podría ser útil. Acepté entonces la invitación de Marcelo Sánchez Sorondo, un compatriota que oficia de canciller en dicha institución. En esa ocasión, el cardenal Peter Turkson me invitó a conocer el Consejo Pontificio de Justicia y Paz. Venido de otros sures, de otras periferias, este obispo africano se interesó vivamente en la experiencia de los movimientos populares y me presentó a su secretario checo-canadiense, un hombre delgado, calvo y de una sonrisa fresca que desde el primer momento me produjo una instintiva simpatía.

Czerny hablaba perfecto español por su experiencia en El Salvador, tierra de mártires y martirios, que conoció en los años de plome y sangre, poco después de la masacre de la UCA, poco antes de internarse en el África a luchar contra el SIDA. A partir de ese momento, construimos una amistad y un vínculo de colaboración fraterna que posibilitó el desarrollo del Encuentro Mundial de Movimientos Populares. El padre Michael fue un traductor indispensable entre el lenguaje, la gestualidad, las prácticas de las organizaciones populares y las estructuras eclesiales que parecía demasiado lejano. Sin abandonar nunca su identidad ni adoptar modismos paternalistas, nuestro querido padrecito facilitó inmensamente un diálogo indispensable.

El padre Czerny supo siempre combinar humor y seriedad, humildad y dignidad, el respeto por las instituciones eclesiales y una sana dosis de irreverencia, guiado siempre por el amor a los pobres, su lealtad filial al magisterio del papa Francisco y la valoración de sus organizaciones comunitarias ajena a toda idealización e idologismo. En ese rol de traductor, respetuoso de las ideas de los distintos siempre en busca de los puntos de comunión, nos indicó que debíamos buscar un lema que representara con claridad lo que cada familia humilde quería para sus hijos. Esa comprensión de la cultura popular, sus naturaleza poliédrica, compuesta de particularidades y universalidades, permitió un dialogo fecundo que se cristalizó en el emblema de las 3-T, tres banderas de esperanza que hoy sintetizan las luchas de millones de excluidos en todo el mundo: tierra-techo-trabajo.

Hace unas semanas, recibimos con sorpresa y alegría que había sido ordenado cardenal por el papa Francisco. El padre Czerny recibió la noticia en un encuentro latinoamericano por la Amazonía, en una escuela de los campesinos sin tierra brasileños, rodeado de agricultores, indígenas, trabajadores precarios, militantes barriales. Estaba, providencialmente, junto a los descartados del sistema idolátrico que denuncia el papa Francisco, las víctimas de la tiranía del dinero, los que llevan las marcas de la crisis socioambiental en el rostro, la esperanza de una vida nueva en el corazón y la carga de cambiar todo lo que debe ser cambiado en sus manos curtidas.

La vida y Francisco nos dieron la oportunidad de compartir con este gran hombre, hoy cardenal, alegrías, esperanzas y esfuerzos. Para mi, particularmente, es un gran compañero, solidario y consolador siempre que las cosas no salen del todo bien. Espero que Dios le guarde sus muchas virtudes y robustezca esa capacidad suya de preparar los caminos con esmero y responsabilidad para luego, cuando la suerte está echada, dejar serenamente todo en manos de Él. Tengo plena confianza en que será un fiel compañero del siervo de los siervos de Dios en su misión, sobre todo en los momentos duros, un hermano para enfrentar los obstáculos, peligros y pruebas más difíciles que aparezcan en su camino.

Le dejo a Michael, en esta carta, un abrazo fraterno y el inmenso cariño que supo ganarse.